Si se hubiese estrenado hace más de veinte años y no tres, "Mindhunter" sería la madre de todas las series sobre criminales seriales y crímenes morbosos, y de todas las que incluyen laboratorios y medicina forense, expertos en "perfiles" y policía científica en general. Igualmente, es la madre. Y una de las mejores, si no la mejor, de este tipo de series policiales. Sólo que en ella no hay un crimen que resolver, ni dos ni muchos, sino algo más escabroso y huidizo: los motivos de todos.
Hay un punto de fascinación en casi cualquier historia de descubrimientos o búsquedas científicas. Dicen que lo que atrajo a Albert Einstein a la ciencia fue la brújula que le regaló su padre en uno de sus cumpleaños infantiles, específicamente la forma misteriosa en que se comportaba ese objeto. Aunque se trata de la sórdida búsqueda de una razón o una mecánica del crimen aberrante, esta historia tiene su punto de fascinación.
No sabemos si un agente y profesor real del Federal Bureau of Investigation (FBI) de los Estados Unidos sintió la atracción de un misterio, como Ulises el canto letal de las sirenas, pero el agente de ficción Holden Ford, que recrea la experiencia real del agente y docente John Douglas en 1977, escucha hablar en el aula contigua a la suya de un giro crucial que han dado el crimen y la criminalística en la segunda mitad del siglo XX y termina atraído por una nueva teoría. La cual consiste, básicamente, en asumir el hecho de que hay asesinos que ignoran ellos mismos por qué matan, con lo cual desbaratan los presupuestos de la criminología hasta entonces en vigencia: motivo, medio y oportunidad. Al quebrarse el primero, o hacerse evasivo, los otros dos tambalean.
Ford-Douglas es joven, da clases sobre negociación con rehenes en la academia del FBI y ha entendido que en la negociación se deben atender factores psicológicos. Supone pues que en el crimen aberrante también intervienen esos factores y que descubrirlos ayudaría mucho, no solo a capturar criminales sino a prever sus acciones e incluso a evitarlas. Para iniciar cualquier tipo de investigación al respecto, Ford tiene que enfrentar lo que su futuro partenaire definirá como "gélida y necesaria burocracia" del FBI, pero sobre todo la idea de que tales cuestiones son pamplinas. Y algo más: el odio casi personal de la policía a los asesinos seriales y su bestialidad, sobre todo la policía de Homicidios que concurre a las clases de Ford, ni hablar de los agentes de calle de pueblos y ciudades del interior, que pronto conocerá.
Debido a sus inquietudes, Ford es destinado a trabajar con Bill Tench, un agente de la Unidad de Análisis de Conducta, con el que inicia una serie de giras para dar cursos en las comisarías de todo el país. Es este el primer indicio -así como la propia existencia de la Unidad de Análisis de Conducta- de que el FBI comienza a mover su "gélida burocracia" para dar algún tipo de cabida a una nueva criminalística. Ford aprovecha las giras para entrevistar grandes asesinos presos, y entonces sí descubre su gran punto de fascinación, su brújula misteriosa: el penado Edmund Kemper, el "asesino de colegialas", quien además mató a sus abuelos y a su madre, a quien decapitó e introdujo su pene en la boca cuando ya tenía la cabeza cercenada. Es un hombre de dos metros de altura y 150 kilos de peso que se mueve suavemente; amable, meticuloso, calmo, amigo incluso de los guardias y, sobre todo, muy inteligente. Un gong debió sonar en la cabeza de Ford, o el agente Douglas, cuando oyó hablar a Kemper de sí mismo como de un objeto de estudio. "Creo que la única solución para mí es la lobotomía", le dice a Ford. Y cuando este, perplejo, alcanza a decirle que incluso la lobotomía puede no dar resultado, Kemper le responde con el mismo tono calmo, como el de un científico que baraja conjeturas con sus manos quietas sobre la mesa: "Entonces, la muerte por tortura".
El equipo que forman Ford y Tench se semilegaliza cuando el jefe de la Unidad de Entrenamiento les permite tener una oficina en el sótano y dedicar diez de sus cincuenta horas semanales de trabajo a la investigación de criminales seriales. Tales palabras aún no existen. Se los llama "lascivos" o "aberrantes" o "dementes". Ford comienza a llamarlos "secuenciales". El equipo de dos se hace de tres cuando se incorpora la psicóloga Wendy Carr, atraída por las poderosas intuiciones de Ford, que no tiene formación psiquiátrica. Carr les describe la conducta de los psicópatas -todavía no se los llamaba sociópatas- y Ford queda impresionado por la cantidad de psicópatas que habitan el mundo. "¿Cómo un psicópata como Nixon pudo llegar a Presidente?", se pregunta en voz alta. "La pregunta es cómo se puede llegar a Presidente sin ser un psicópata", le responde Carr.
Todo el tiempo la serie bordea el Foso de las Marianas de este océano. Todo el tiempo el terrible malestar de una sociedad asoma su lomo escamoso y erizado de arpones, como una gran ballena blanca. Es cierto que el crimen serial no empezó a mediados del siglo XX sino antes, tal vez con los de Landrú o Jack, el Destripador, pero es cierto también que los casos preexistentes podrían ser tomados como antecedentes aislados o como síntomas menores, y que la revolución del crimen se produjo en los sesenta como la serie lo plantea. Esto ofrece más preguntas que respuestas, hasta hoy, como el hecho de que el asesinato en serie o el crimen aberrante son más propios del hemisferio norte que del sur y que la mayor parte de los asesinos seriales son hombres.
Alguna prensa europea se ha quejado de que Netflix y el productor ejecutivo David Fincher -el director de "Alien 3", "Seven", "El Club de la Pelea", "Zodiac"- no se hayan planteado una tercera temporada de "Mindhunter". Tiene razón.
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