lunes, 14 de septiembre de 2020

"Los simuladores": Verás que todo es mentira

 


[La primera parte de esta nota fue publicada en Facebook en febrero último]

En su momento no vi "Los simuladores" (2002-2004) por la tv. La veo ahora en Netflix y encuentro que por primera vez en mucho tiempo un producto de la industria cultural argentina me confirma que hay en el país una capacidad extraordinaria para la ficción y la superficción, pese al "realismo" de la escuela de Buenos Aires, que a menudo es solo costumbrismo. No sé por qué hace muchos años el poeta Nicanor Parra habló del "surrealismo de la escuela de Buenos Aires" en relación con la poesía: nunca hizo escuela el surrealismo en Buenos Aires. Al contrario, la maldición de Buenos Aires es el realismo de la escuela de Frankfurt, una adaptación liberal del realismo socialista. "Los simuladores" está en la línea de los "Siete locos", de Roberto Arlt (aunque con otro pathos); del Stevenson de "Las noches arábigas", del Chesterton de "El hombre que fue Jueves". Busca esa estirpe. De paso, una buena serie o cualquier buena película argentina permite ver que los argentinos somos italianos que hablamos en castellano. No en este caso porque tres de los cuatro simuladores tengan apellidos italianos -D'Elia, Peretti, Fiore- sino porque tono y gestualidad de los porteños y gran parte del resto de los argentinos es napolitano, y ellos lo marcan. A los argentinos les cae bien la mafia en general. Es en parte por Coppola, pero también porque esas sociedades de autodefensa son propias de países demasiado explotados o invadidos, o propias de inmigrantes. Volvemos a las sociedades secretas. El concepto de superficción arraiga allí. Una historia de conspiradores que adoptan o reciben nombres de fantasía, como en el caso de "El hombre que fue jueves" o "Los siete locos", es siempre una vuelta de tuerca a la ficción, como una historia con dos fantasmas, dirían Henry James. 

El único problema de la serie es que los simuladores no siempre hablan franca y libremente el italo-castellano de Buenos Aires, sino que recitan, por momentos, un guión escrito como imitación desafortunada del lenguaje literario, cuando no del lenguaje burocrático estándar. Este ha sido un mal del cine argentino, en gran parte superado. Queda entonces flotando en algunos pasajes la impresión de que actúan mal. Pero no es así. Son buenos actores y buenos simuladores. El problema es de texto y dirección. Y son estos los dos centavos que le faltan para el peso a esta serie.

La historia ya la saben: un equipo que se dedica a actuar personajes y situaciones falsas para resolverle la vida a la gente. Por plata, se entiende. Esto implica escribir una pequeña obra de teatro y llevarla a cabo en cada caso que se les propone.

La superficción es para mí esta doble apuesta de la ficción: que dentro del escenario se monte un nuevo teatro. Los grandes poemas de Raúl González Tuñón dedicados a personajes de los periódicos, como los gangsters y los actores de cine, o a los reales-irreales personajes de circo y de feria, a los museos, a surprise parties imaginarios con políticos y nobles que ya en la vida real representaban una farsa, son superficción. Y lo son todas las sagas de enmascarados de la literatura, la historieta y el cine. Las ramificaciones ficcionales dentro de una ficción de origen son virtualmente infinitas. "Los simuladores" hace honor a esa tradición.



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