domingo, 20 de noviembre de 2022

"El encargado": Un portero de alma

 

El costumbrismo cercano al grotesco es una línea casi constante en el cine y la televisión argentinos desde la década de los 70. "El encargado", de Mariano Cohn y Gastón Duprat, no hace esfuerzos para salir del modelo, al contrario, lo profundiza hasta que parece natural. Es como si dijera: al fin y al cabo somos un país que se regocija en sus hábitos, oportunista, malicioso, comprador y verbalmente violento.

  Ya saben que "El encargado" suscitó recelo y suspicacias del sindicato de los porteros de Buenos Aires, al punto de que la grabación de la serie en un edificio del barrio de Belgrano (de estilo "brutalista", según lo define una vecina, arquitecta, en la ficción) coincidió con la visita de inspectores sindicales, a pretexto de comprobar que el trabajo del encargado verdadero estuviese en regla. Luego, provocó una protesta formal. Me parece que además del argumento "esto es una ficción" se debería apelar a otro para responder a la inquietud sindical: lo que hace el personaje de Guillermo Francella en la serie no es más que la defensa de su puesto de trabajo. Cualquier encargado sabe que las gestiones sindicales no pueden impedir un despido en toda la regla. Y el portero Eliseo no quiere que lo despidan. No lo tienta retirarse, incluso con un enorme monto indemnizatorio que contempla treinta años de trabajo. Sólo quiere seguir siendo el portero de ese edificio en el que transcurrió gran parte de su vida.

  La cuestión del despido viene aparejada con la de construir una pileta de natación en la terraza del edificio, proyecto de una burguesía de mediana a alta que continúa en el ensueño de la "movilidad social". Para hacer la obra, se necesita demoler la casa del encargado, ubicada precisamente en la terraza. Esto da lugar a la idea de prescindir del encargado mismo -"la figura del encargado", dice eufemísticamente el líder del proyecto- y reemplazarlo por una empresa de limpieza. "Es el futuro", es la modernización, se regocijan los principales partidarios de la obra natatoria y del despido. Hay un problema, sin embargo: todo debe ser aprobado por mayoría en una asamblea de propietarios. He aquí, entonces, una ventana que se le abre a Eliseo: en esa especie de período preelectoral usará todo tipo de recursos, desde la seducción y el servilismo hasta el chantaje, para ganarse los votos de la mayoría. Su principal oponente es el turbio abogado penalista Matías Zambrano, presidente de Consejo de propietarios. Ante la probable paridad de votos, Eliseo acude incluso al sabotaje. Y no tiene remordimientos en culpar a un proveedor de servicios del que, hasta ese momento, recibía coimas. No todos los encargados están representados aquí, pero que los hay coimeros y manipuladores, el sindicato lo sabe.

  Dos de las rutinas divertidas de la serie son los encuentros de Eliseo con el portero del edificio de al lado, con el que -apoyados ambos en un pilar- juegan a adivinar la ocupación y las circunstancias de las personas que pasan por la vereda de enfrente, y las charlas nocturnas de Eliseo con el guardia de seguridad que habita en un tótem (así los llaman), es decir, una pantalla, en el edificio de enfrente.

  Hay una lección, por así llamarla: el buen argentino debe saber que gana el que mejor sostiene su máscara. Hasta el final y ante cualquier provocación.

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