Lo diremos de entrada: esta serie argentina es de buen paño, pero peca de lo que ninguna serie se puede permitir en la era del streaming: un final de temporada abierto. O semiabierto: se puede dar por cerrada la historia, pero algunas piezas son jugadas en el último minuto para crear una expectativa, porque no encajan en el plan del mal, que es el que parece triunfar.
El streaming cambió definitivamente la manera de mirar series. Ya venía en declive lo de esperarlas de un año para otro, a causa de los cierres decepcionantes o la salida de cartel por rating insuficiente, con las papas a medio cocinar. El streaming, con su superabundancia de series en paquetes (paquetes de varias temporadas) permitió que el espectador decida cómo y cuándo ve los capítulos: si los maratonea (en lenguaje de streaming esto es verlos uno detrás de otro en un maratón de fin de semana) o los dosifica. Con esto, el típico final con los protagonistas a merced del villano, torturados o dados por muertos no le crea expectativas ni al más pintado. Antes bien, fastidio. En una palabra: las series ya no son las sucesoras del folletín o novela por entregas. Son historias en fascículos encuadernados. De esa guisa, una historia que gana el favor del público crea mayor simpatía si cada temporada es unitaria y no hay que esperar hasta el año siguiente para ver con qué truco ingenioso el protagonista se libra de la muerte.
"El Reino" es un producción de Netflix que interpretan actores reconocidos, como Diego Peretti, Mercedes Morán, Nancy Dupláa, Joaquín Furriel y Chino Darín. Los cuales tropiezan con los problemas que a veces deparan los guiones argentinos: son literariamente convencionales y los actores no tienen más remedio que recitarlos, casi sin interpretarlos. Esto no sucede todo el tiempo, y sucede por angustiosos momentos en este caso. Fuera de eso, en "El Reino" todos convencen, especialmente Furriel y Duplaá, que son los más naturales, por decirlo de algún modo, en personajes moralmente opuestos. Y fuera de los problemas de lenguaje, la anécdota, que parece al comienzo descabellada, se hace verosímil: un pastor evangélico que decide participar de la política acepta una candidatura a vicepresidente por un partido conservador y se convierte en candidato a presidente, después de que su compañero de fórmula es asesinado. Para caracterizar este parto político extraño, e incluso trazar un paralelo histórico, el acápite de la serie cita más o menos una frase del teórico marxista Antonio Gramsci en relación con el fascismo: "El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en nacer. En ese claroscuro surgen los monstruos". El nuevo mundo tarda ya demasiado, y los monstruos son casi todos.
De entrada, sabemos quién es el asesino. También sabemos que el crimen se origina en la penumbra de una iglesia evangélica. No sabemos el porqué. Mientras tanto, un hábil operador político teje los hilos de las cosas y una fiscal decente trata de destejerlos. Se encontrará enseguida con un conocido escollo: la corrupción y el ocultamiento -políticos y judiciales-, esa suerte de desmemoria que borra la historia a medida que se escribe. Un gran espíritu conspirativista fluye de ciertos costados del guión, pero ya sabemos que atribuir toda la maldad a los malos es un tic incurable del progresismo nacional. La iglesia del pastor candidato a su vez está construida no solo con las palabras de los discípulos de Cristo sino también con dólares que se amarrocan en sus propias paredes. Esto último, ¿puede pasar por siniestro en un país que convirtió masivamente la divisa estadounidense en su moneda de ahorro? Ninguna iglesia está a salvo del demonio de la inflación. Son detalles argumentales. La trama es buena, sostenida, bien creados los personajes. La fotografía tiene vistas muy buenas de Buenos Aires, el de Puerto Madero, la Villa 31, Recoleta y Pompeya. El de hoy. En ese sentido, esquiva el costumbrismo, otro tic del cine nac and pop en este país.
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