miércoles, 27 de octubre de 2021

"El perfume": Algo huele demasiado en Alemania

 

Los portales especializados en series y los periódicos en general se empeñaron en confirmar o desarmar la presunción acerca de si la serie alemana "El perfume" (2018) es una adaptación de la novela homónima de Patrick Suskind publicada en 1985, que fue traducida a 40 lenguas y vendió miles de ejemplares en el mundo. Se trata de algo más simple: la lectura del libro por un grupo de adolescentes de un internado católico da lugar a una imitación por parte de todo el grupo, al principio, y luego por el único de sus integrantes que tiene verdadera vocación de perfumista. Al principio -que se verá en el final- todo fue un trágico disparate, una imitación absurda.

La novela trataba de los crímenes de Jean-Baptiste Grenouille, abandonado por su madre, al nacer, entre desperdicios de pescado en un mercado de París, en el siglo XVIII. Grenouille aprende el arte de un viejo perfumista italiano, pero termina matando para apoderarse de las glándulas y los los fluidos de las mujeres y construir con ellos los perfumes que lo llevaran finalmente al perfume perfecto, capaz de atraer ciegamente a todos. El principal sospechoso de la serie será el único de aquel grupo que en la actualidad se dedica a lo mismo que Grenouille, sin necesidad de matar los cuerpos para apoderarse de su aroma. Lo hace mediante un método simple aunque fastidioso, basado en las ideas de su maestro: la mujer que desee disponer de su propia esencia soportará verse untada enteramente en grasa animal y envuelta en lienzos como una momia, durante horas. El método se basa en que la grasa retiene el olor emanado por los poros: raspada suavemente del cuerpo de la mujer y sometida a un tercer agente, la grasa se convierte en perfume, el perfume especial de cada una, atractivo para los hombres pero no siempre para todos. El perfumista -como un alquimista- busca precisamente eso, la quintaescencia, el que atraiga a todos instintiva, ciega e irresistiblemente.

De aquel grupo de adolescentes que habían construido una secta, llena de deseos y violencia, antes que de amistad verdadera, una de las chicas y uno de los muchachos se casaron; otro es dueño de un burdel; un cuarto tiene un terrible problema con su pene, que al parecer es monstruoso, y hace terapia con una fría terapeuta; la quinta es la que cantaba baladas y seducía a todos y con todos se acostaba; el sexto es el perfumista, con sede en París. La cantante siguió siendo cantante, pero en la primera escena del primer episodio aparece muerta en su piscina, rapada y con la piel y las glándulas de las axilas recortadas y el sexo mutilado. La primera sospecha de la inspectora Nadja Simon, asignada al caso en esas localidades dispersas en la llanura del Bajo Rin alemán, es el perfumista. Pero este tiene coartada. Todo seguirá girando, sin embargo, en torno al grupo formado en los claustros de aquel internado católico. Y todo será truculento y macabro, con un contenido sexista que el guión de Eva Kranenburg no necesita forzar: está en la naturaleza del relato y en los antecedentes de la propia inspectora, soberbia, incluso antipática, gélida o contenida, pero entregada a una pasión enferma por un hombre casado que, como la mayoría, no está dispuesto a romper su matrimonio. La narración es "oscura", incluso "truculenta", según le terminología habitual de las reseñas, pero más oscuros son los silencios, que el guión no ahorra, las miradas y los gestos. En ese aspecto, el relato es casi como los de la nouvelle vague francesa, cuya lentitud exasperaba a tantos. No tan lento, hay que decirlo: la trama va para algún lado y esto se deja presentir desde el comienzo.

Ahora bien: personalmente, más que las enfermizas relaciones de todos los personajes, incluida la inspectora, o en primer lugar la inspectora, lo que me produjo agobio fue el terrible vacío de esos campos prolijos, salpicados de torres de alta tensión; las veloces carreteras alemanas; los jardines verdes artificialmente usados para llenar el espacio de grandes ventanas en las nuevas viviendas, los edificios cuadrados en medio de la nada. Haya sido intencional o no, el paisaje es aquí un lenguaje de contrapunto. Un coro que canta el futuro cercano de una humanidad frenética, dispuesta a seducirse insaciablemente, hasta descubrir que -como en algún momento reza el guión- el amor no es más que una palabra con mil significados y ninguno. Ese agobio es tal vez la auténtica y desolada percepción de fin de mundo que la serie puede provocar. Pues el mundo terminará, diría T.S. Eliot, no con una explosión sino con un gemido.

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Netflix


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