lunes, 2 de noviembre de 2020

"Gambito de dama": Desde el susbuelo

 


La así llamada miniserie "Gambito de dama" -traducción correcta de queen's gambit, porque la figura se suele llamar más dama que reina en castellano, y el gambito se suele llamar "de dama"- narra una fábula. Es la de una niña huérfana, y antes de ser huérfana hija no querida de padre y madre, que se convierte en reina del ajedrez, pero sin gambito, es decir, sin maniobra alguna, solo por su increíble inteligencia sobrehumana, que le causa delirios (ayudados por la benzodiazepina). Porque ese suele ser el pago de los genios, no siempre, pero en muchos casos: el disturbio mental. El gambito, del italiano gambetto (zancadilla), comporta una pequeña celada: el jugador sacrifica una pieza, o mejor dicho, la pone como carnada. Si el adversario muerde, esto le depara, además de la ventaja inmediata de desviar el juego del otro, una ventaja estratégica que solo está en su cabeza. Beth Harmon, la niña que llega a campeona, no se reserva nada, por el contrario, su juego, al igual que su carrera, es muy confrontativo. Casi se diría que revela su juego de entrada. En las etapas finales, cuando acaricia el cetro mundial, un comentarista describe su estilo como tan altamente agresivo al principio que los rivales quedan atolondrados. Pero esa agresividad decae casi siempre y en los finales se muestra vacilante. Justamente el campeón mundial soviético, que la dobla en edad, será quien busque sacar partido de esa debilidad postrera.

  Elizabeth "Beth" Harmon está dotada, aprende a jugar el ajedrez con el portero de un orfanato en Kentucky, un maestro hosco que quizá sea el único que realmente la comprende y la comprenderá, pero ese juego estaba ya en su cabeza, instalado previamente -como suele suceder con los genios-, vaya a saber por quién: ¿los ángeles? Lo que caracteriza a los genios no es la dimensión de su talento, como supuso Harold Bloom, sino el hecho de que es enorme pero viene hecho. Parece que solo necesitan ponerlo en movimiento. Es casi como si no les perteneciera, como si fuera el designio de algún Otro. Por eso surge a menudo en edad temprana. Los genios son excepciones. En eso se equivocó Bloom. Todas las generaciones tienen hombres y mujeres de gran talento, capaces de hacer cosas incluso geniales, pero no siempre, y en rigor muy pocas veces, tienen un genio en la materia que sea.

  En siete capítulos la miniserie de Netflix narra el ascenso de Beth realmente desde el infierno y el Purgatorio al Cielo. La escena final la mostrará vestida de blanco buscando el reconocimiento y el afecto en la calle, donde, se dice, se oye la voz del Cielo (vox populi vox Dei). Acaba de enfrentarse con verdaderos titanes del ajedrez, los maestros soviéticos. Pero no le han bastado sus apretones de mano y el brillo de sus ojos. Dicho sea de paso, esta historia, situada en plena guerra fría, cuando los soviéticos llevaron la competencia de sistemas al campo deportivo y cultural, especialmente al ajedrez -subestimando, para disgusto de lo que hubiesen querido Sergio Eisenstein o Walter Benjamin, el cine, que los norteamericanos, en cambio, comprendieron a fondo-, esta serie, decíamos, no es puerilmente anticomunista. Alude por cierto al KGB, y al hecho de que los soviéticos entrenaban a sus chicos desde la tierna infancia -lo cual es enteramente cierto y no parece malo en sí mismo- pero muestra campeones realmente apasionados por el deporte o arte que practican y un pueblo inusualmente fervoroso de lo que en muchos países se considera un arte o deporte demasiado intelectual.

  En esta serie basada en la novela homónima de Walter Tevis, quien se la dedicó a las "mujeres inteligentes", hay mucho de fábula, en el sentido más puro y legítimo del término.

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Libro de Scott Frank y Allan Scott para Netflix. Interpretada por Anya Taylor-Joy, Isla Johnston y Annabeth Kelly.


1 comentario:

Unknown dijo...

Una fábula muy bien contada, y en su justa extensión para no desviarse. Mientras la miraba comparaba a esta chica de ficción con figuras reales más o menos contemporáneas, como Glenn Gould y Bill Evans, presos de las mismas obsesiones y epifanías que el genio suele provocar