martes, 29 de marzo de 2022

"Samurái gourmet": La libertad y la carne al asador

 

"Samurái gourmet" (2017) se produjo en forma paralela a La cantina de medianoche (2014-2019). Fueron solo 12 capítulos de 20 minutos y a diferencia de "La cantina..." no trató de historias que se entrelazan en torno a un mostrador en U, entre nonas y maitines, ni tampoco puso en escena seres nocturnos y semimarginales, sino que se centró en un solo personaje, y casi todos sus escenarios son diurnos. En lo que se parecen -son iguales- es en que están basadas en historietas y en que la cocina japonesa es el centro vital del relato. En ninguna de las dos se trata de que la historia sea un pretexto para mostrar un plato, sino que el plato está emocionalmente ligado a las historias, como aquella famosa factura que la tía de Proust mojaba en el té, cuyo olor vuelve a través de los tiempos y desata una catarata de recuerdos: el súbito encadenamiento del "tiempo perdido".

  Esta es la historia en 12 momentos del jubilado Kasumi Takeshi, empleado de jerarquía media de una corporación, para quien, de un día para otro, la vida queda completamente liberada del despertador y el camino a la estación de tren, que hizo durante 40 años. Entre esta libertad y el vacío hay apenas una línea muy delgada. Afortunadamente, cuando Kasumi sale por primera vez a la calle en zapatillas, sin saco y sin corbata, comprende de inmediato cuál es el terreno de la libertad y cómo explotarlo a fondo. El ambiente es suburbano, más que urbano como el de "La cantina...". Kasumi sigue el capricho de ir a comer a un pequeño restaurante y allí tiene la primera visión de su samurái, un soldado errante -y por lo tanto libre, y asimismo solitario- de quien aprende la libertad de vagar y comer, aunque no su descaro ni su coraje. Lo primero que le enseña su imaginario otro yo es que se puede beber alcohol al mediodía. El samurái pide, previsiblemente, sake, el tradicional aguardiente de arroz japonés, y Kasumi se atreve con una cerveza, que una vez destapada lo acompañará en todas las comidas. 

  Kasumi mostrará gestos de placer infantiles -de tan teatrales o impensados para él- ante cada plato. Y el plato será narrado mientras se prepara en la cocina: no hay molesto chef que nos dé lata sobre los ingredientes o su mejor preparación. Pero pese a la deriva casi sin argumento de la serie, y más allá de la amabilidad de su discurrir, hay un reencuentro del personaje con su propia vida, rescatada del olvido a través del alimento. Pocas veces hemos pensado cuánto nos han dado los platos de comida: cuántos ligamentos a la vida, cuántos ladrillos, por chuecos que fueran, en la construcción de nuestra identidad, si es que tenemos alguna. Kasumi se va convenciendo de que, en efecto, en lo profundo de la "era Shōwa"-la del emperador Hirohito, entre 1926 y 1989, que fue la de su infancia y juventud- hay humeantes platos y restaurantes que le dieron consistencia, olores y colores a su existencia, junto con el placer de la deglución. El guión de "Samurái gourmet" es sutil, pero está muy bien tramado: lentamente -y hay lentitud en este vagar, pese a la corta duración de los episodios- se teje un tapiz que, como los mejores tapices, insinúa la profundidad sobre un plano. En el cuarto episodio se disparan los hilos que se trenzarán, vital e ideológicamente, atrás y adelante. Es cuando Kasumi debe invitar a cenar a su sobrina -se lo pide su esposa- para darle un consejo. Kasumi la lleva al mismo restaurante de carnes al que lo invitó su jefe cuando, muy joven, presentó su renuncia porque el empleo no lo motivaba. El jefe le dio una lección inolvidable que Marx hubiera dicho en otras palabras: solo abrazando tu trabajo le encontrarás motivo (solo si, además de ser un asalariado en sí, lo eres para sí). Y le señala al patrón del establecimiento, que acaba de reprenderlo porque no sabe asar bien los pedazos de carne que acaban de servirles, junto con la parrilla en la que el propio comensal debe cocinar sus presas. De paso nos enteramos de que la carne es parte sustancial del menú japonés. Se verá incluso que los frutos del mar que rodea las islas de Japón se prefieren sencillos: al asador.

  La sobrina de Kasumi no se arredra por la lección que acaba de recordarle su tío: quiere la libertad, quiere ser música, no quiere estudiar lo que su padre le sugiere, no quiere ser como sus padres. Viendo que finalmente ella se enoja con él, Kasumi deja que en su mirada relampaguee la del samurái solitario: la libertad debés ganártela. Eso por un lado. Por el otro, nunca les des la espalda a tus padres. Habla con ellos. El samurái de Kasumi es libre, sin amo, pero custodia la tradición más acendradamente que el empleado corporativo jubilado. Y es ese el núcleo cultural de la vida de Kasumi y tal vez de millones de sus compatriotas: el samurái dormido, a la vez individualista y gregario, y el jubilado timorato que finalmente aprende que la intervención directa en un conflicto cotidiano, como los que se presentan en los bares y restaurantes, no provoca ninguna catástrofe ni pone en peligro su integridad física: una camarera es capaz de reprender a dos clientes gritones y lograr que se excusen, y el Caballero del Penacho Blanco tomará el lugar que le cede el samurái para sofrenar, cortés y razonadamente, el maltrato de un cocinero hacia sus clientes.

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