lunes, 6 de junio de 2022

"Freud": Hic sunt dracones



Para ver y disfrutar de la serie germano-austro-checa "Freud" (2020) tuve que superar una resistencia cuyo origen no logro establecer. Me acostumbré y me pareció finalmente un juego genial poner personajes reales en situaciones imaginarias. Las series me enseñaron a tomar el asunto con liviandad y no dar por inexistente algún interés en ese juego. Pero con Sigmund Freud se me hacía difícil. Vi la serie -que muchos comentaristas profesionales se equivocaron en señalar como "basada en hechos reales"- con dificultad creciente. La dejé. Y hoy, milagros de un invierno con pocos estrenos, la retomé al grito sordo de "¡Al diablo Freud!". Créase o no, no me hicieron mella, tal vez me ayudaron los devaneos de los críticos profesionales acerca del género al que pertenece. Después de leer "folletín gótico", "folk horror lisérgico" y "weird fiction" tuve más ganas de ver "Freud", no por las promesas contenidas en esas etiquetas sino por lo contrario.

  Freud, el personaje, se ve de entrada envuelto en una investigación criminal cuando un inspector de la policía de Viena, muy prusiano y muy siglo XIX, junto con su ayudante, deposita una moribunda sobre su escritorio. Se trata, pues, y no habrá nada que lo desmienta en los ocho capítulos de la primera temporada, de un policial. En el que el creador del psicoanálisis participa no solo involuntariamente, sino de forma lateral. Lo que aporta -además de simples conocimientos médicos en caso de heridos o contusos-, es su teoría, la cual queda formulada desde el comienzo: algo nos acecha en la sombra de nosotros mismos. Esa formulación la dice el personaje en el primer capítulo, en un texto freudiano: una casa en la que arde una luz solitaria es la metáfora de nuestra vida psíquica. El resto de la casa no está iluminada, pero en sus habitaciones, en sus pasillos, en sus nichos y escaleras suceden cosas, palpita una vida oscura. Freud -este personaje- intenta hacer una trampa para lograr la aprobación científica de un método de sanación que aprendió en Francia y que también desarrolla su amigo, padre profesional y mentor Joseph Breuer. Estamos hablando de un Freud de 30 años, recién doctorado e instalado en Viena, la capital de uno de los imperios más pequeños y agresivos del siglo XIX: el austríaco, por entonces llamado "austrohúngaro" debido a su anexión política de Hungría, que aspiraba sacar de esa asociación un reino bicéfalo. El método que Freud aprendió de Jean-Martín Charcot en Francia es el de la hipnosis. Como no ha tenido tiempo de probarlo cabalmente, pero le tiene gran fe, sin vacilar lleva a una falsa paciente -su ama de llaves- a una conferencia universitaria, y como la farsa cae por una traición involuntaria de la falsa paciente, descubre que la hipnosis sirve, justamente, para iluminar los recuerdos sepultados en lo inconsciente. Fue quizá esta escena imaginaria la que definitivamente me congració con la serie.

  Este Freud vive, como realmente vivió Sigmund Freud, en el edificio que se construyó -y en parte se reconstruyó- luego de incendio del Ringtheater, y no deja de ser significativo -en la ficción cuanto en la historia llamémosle real- que el explorador de lo inconsciente viva sobre las ruinas de un teatro que ardió debido a una falla en el encendido de la iluminación a gas. Freud vive entre los fantasmas de 384 víctimas contabilizadas aquella noche siniestra -la palabra le gustaba al Freud histórico- de 1881. 

  Este Freud tiene un arduo debate -también está basado en la "realidad"- con el profesor y jefe de neurología del Hospital de Viena, Theodor Meynert, un positivista para quien la actividad psíquica consistía solo en una "emanación" del cerebro, por lo cual la única cura posible de la histeria (tal el mal que desvelaba a los neurólogos) era la que pudiera aplicarse a ese órgano regente. Freud encuentra entonces a la "histérica de manual", como él mismo la define: la hija adoptiva de unos nobles húngaros que oficia de médium en las fiestas esotéricas que organizan los nobles, y una de las mujeres de ficción más bellas que hayan aparecido en las pantallas europeas. Freud descubre pronto que las visiones de la médium son reales -es decir, no las inventa conscientemente- y revelan cosas que realmente están sucediendo, con lo cual su investigación psicológica comienza a orillar lo sobrenatural. Y si bien podría ponerse sobre la zona desconocida de la mente la leyenda Hic sun dracones (aquí hay dragones), de las antiguas cartas de navegación, tal como se lo señala a Freud su mentor, Breuer, ¿hasta qué punto y de qué tamaño el inconsciente puede crear monstruos? Cuando se adentra en esos territorios, de los que provienen nuevos asesinatos, el relato se va tiñendo más y más de sangre, y -es cierto- algo de terror "gótico". Tal vez esto sea lo más interesante del planteo general, este diálogo entre dos épocas: una en la que los monstruos eran "reales" y otra en la que nacían de las sombras de aquella casa oscura del inconsciente, para hacerse no menos tangibles.

  Es muy poco probable que Sigmund Freud haya estado en contacto, incluso carnal, con una médium húngara, pero el caso -no cabe duda- le habría interesado. Hay un trasfondo político también, basado en una historia "real" que 30 años más tarde terminaría en la carnicería de la Primera Guerra Mundial. Los escenarios y la colección de barbas y bigotes de los prohombres del reino -incluso la de los doctores- no son detalles secundarios para comprender el mundo que se hundiría en ese charco de sangre. Todo fue producto de aquellos monstruos de la mente o de la "realidad" que estaban lejos de ser sólo cuentos de fantasmas y supersticiones.

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